¿Cómo una acción puede ser justificado en nombre del amor? Es con este planteamiento que Ahmed (2017) empieza su capítulo 6. “En nombre del amor”. Para introducirse al tema, Ahmed se sostiene, como referencia y material analítico, de un discurso de odio, que busca, como grupo social, promover el odio del otro mientras se abrazan en amor propio. El odio es una emoción que responde al reconocimiento de una configuración de odio. Para poder odiar se tiene que reconocer un objeto como “merecedor”, es decir, interpretado y validado, como objeto de odio. El odio, como también es el amor, el miedo, la repugnancia, son emociones sociales. El odio es reconocible; el odio a los otros permite el reconocimiento del odio como uno. El racismo, por ejemplo, funciona en esta dialéctica de reconocimiento mutuo. Mediante el reconocimiento del acto racista -el odio externalizado y extendido al otro., el racista también es reconocido como odioso, como parte del circuito de odio que fomenta. La crítica, en este caso, del racismo, interpretado y por lo tanto articulado como un acto de odio contra la postura originaria, construye, entonces, una relación dual de odio que mira el odio; es el odio al momento de su reconocimiento, pero es odio tanto que se vuelve social (Ahmed, 2017: 192).
La conversión, interna y autoreferenciado, del odio en amor es, a la vez, su legitimización y validez, lo cual permite diluir la disonancia cognitiva de pertenecer a una red circular de valore negativos. En esta dialéctica estos valores consignados negativos son externalizados, a los otros, los que “odian este (odio) amor”, mientras circula “buenos valores” y sentimientos “positivos” internamente. Los constructos de narrativas ontológicas sobre la composición de la realidad, es decir, la determinación de lo incluyente y lo excluyente del campo social, configuran la dialéctica del otro, del argumento y posición contraria del otro, como un afronto y contradicción de la realidad: se considera, como interpretación del amor propio y excluyente, que la reacción y acción “en contra de” es una acción “en contra” del amor, y de la nación (193). La conversión del amor en un auto-amor totalizador que conduce a su expresión como odio -como el rechazo (casi repugnante) del otro- es posible por la conversión ontológica que se hace a la construcción semiótica conceptual de los valores que articulan. El odio es amor, lo malo es bueno, y la circulación de estos capitales simbólicos fortalecen las significaciones identitarias del yo y, en especial, del yo como miembro (integral) del grupo: la identidad del grupo es una apropiación de la semiosis de conversión de valores que construye lazos de solidaridad, y pertenencia.
El amor es delegado del campo social de la masculinidad, del hombre – del hombre como institución- y depositado, en lo “propio y natural” de la feminidad -de la mujer; es el amor como aproximación, y cercanía. La feminidad y el amor componen el aspecto materno del cuidado, del cuidado entre sí, y el cuidado de sí. Es el amor, como maternidad, que mantiene los lasos grupales en vinculación cola autorreproducción de la ideología (de grupo, de identidad). Esta reproducción de la maternidad, como feminidad con posibilidad de ‘dar’ amor como ‘recibir’ amor, es la constitución de la idea de la familia y, como su extensión, de la nación (amor a la patria). En esta dialéctica del amor en el seno de la feminidad se desvela, también, la construcción del amor en el discurso heteronormativo -el amor afuera del masculino; el masculino macho- el patriarcado administra mientras la maternidad abraza; la masculinidad es industrial mientras la feminidad es lo familiar; el trabajo es masculino, y el cuidado es el femenino. Las relaciones asociativas que posibilitan el amor, como constructo narrativo de la realidad, realiza el trabajo de división, binaria, entre lo incluyente (en lo masculino) y lo excluyente (en lo masculino). El amor, por lo tanto, asociado a la nación, se vuelve un amor (más) masculino: un refugio de la heteronormatividad (194).
De acuerdo con el psicoanálisis freudiano, los lazos afectivos siempre involucran una dimensión de amor que incide, directamente, en la subjetividad de la realidad y la configuración de las formas de construir, concebir y articular las relaciones sociales y, por lo tanto, el campo de la sociedad. El amor, según Freud, es crucial en la “evitación del sufrimiento”, siendo que el amor se posiciona como el antagonista (lo que no construye comunidad) del odio. Esta yuxtaposición entre “el bueno” y “el malo” en sentido figurativos acerca de las percepciones conceptuales del amor evita la incorporación de la vulnerabilidad y fragilidad que emane de dicho concepto. El amor se ubica “afuera” del sujeto, siento el sujeto un objeto de reacción ante el amor y, por lo tanto, el contacto del sujeto con el amor construirá la “moral” del amor, siendo el amor un amor a otros (incluyente) o el amor a nosotros (excluyente) que se mueve en la ambivalencia del odio (196). La teoría amorosa de Freud distingue tres diferentes tipos de amor: (i) amor anaclíctico; (ii) el narcisista; y (iii) el amor femenino:
(i) Amor anaclíctico: el amor se encuentra en objetos externos al sujeto -afuera de su cuerpo; más allá de su “piel” – el yo se mantiene diferenciado entre sujeto y objeto.
(ii) El narcisista: el amor se encuentra en el sujeto -al interior de su cuerpo, sobre y por su piel – es un amor propio, excluyente, autoreferenciado; es un amor propio en cual el sujeto se vuelve objeto. La (auto)identificación es una expresión de amor, de amor al otro -al objeto- como acercamiento; es la aproximación al otro como si fuera un “sí mismo”.
(iii) Para Freud, el amor femenino se distingue de los dos anteriores en su forma de actualización sexual. En primer instante, Ahmed sostiene que Freud constituye la economía amorosa de la mujer como autoreferenciado para, siendo que el amor se vuelve un objeto para sí como estrategia de atracción de lo externo, del hombre, la “fuente” del amor verdadero: ser amado. Las relaciones heterosexuales entonces, son constituidas por la atracción del hombre a la mujer que se ama, para que los hombres pueden, también, atrapar la doble hermenéutica del amor narcisista; el amor propio y el amor apropiado (Ahmed, 2017, pp. 196-197).
La identificación como el reconcomiendo de un “sí mismo” en el otro, busca la aproximación de los espacios de diferenciación; busca ocupar los espacios como unidad conformado por lo “mismo”, la mismidad, el reconocimiento de sí mismo, y por lo tanto, la identificación es, como bien describe Ahmed, una forma de expandir “el espació del sujeto” (198); es una forma de verse en otro, de agrandar la nación del Yo, dentro de una dilución de sus fronteras y extensión de su piel: el cuerpo como social.
El ideal, sostiene Ahmed, es la búsqueda de algo que no se posee, que no es parte de uno y, por lo tanto, no representa algo “mío”, propio del sujeto, propio del Yo. Es, en sentido, etimológico como ontológico, la construcción de una diferenciación, de otro, que necesita, entonces referirse a la dialéctica de la otredad, como el mecanismo de la posibilidad de lo ideal. Es ideal, entones, es lo diferente. En las relaciones de género, el ideal es “lo que uno no es” y, por lo tanto, para cualquier finalidad, el género (propio como externo al sujeto) tiene que pasar por la disociación de membresía e identificación, para volverse un objeto de deseo; hay que renunciar “a la posibilidad de tomar “mi género” como un objeto de amor” (Butler, 1997, p. 25 en Ahmed, 2017: 199)) para posibilitar el “tener” amor. La ubicación del ideal en un “otro” que se retorna al sujeto es lo que posibilita la economía afectiva y atractiva del amor, como forma de comunicación y representación de sí mismo; es una forma de volverse presente en la realidad, en el plano social, en las relaciones entre sí mismo (sujeto) y en el mundo (objeto); es una forma de desvelar relevancia del sujeto; de ser. El ideal es una ruptura con la superficialidad de la lógica heteronormativo que sostiene la presentación de una división entre objeto y sujeto, mientras que el ideal demuestra la conectividad entre el objeto y sujeto, como búsqueda de una mismidad, lo propio del ideal (200). El ideal, tanto como objeto de deseo de un retorno a la mismidad, mediante la trayectoria de buscar lo diferente, es mantener, también, el reconocimiento de lo común; lo propio de las relaciones heterosexuales que son construidas en base de la premisa común de la heterosexualidad: lo común en lo diferente.
En la proximidad que engendra el amor, como constitución de su forma, es también la aproximación ideológica, conceptual, e ideal; no solamente es una conexión de la semejanza autorreproducida, de una amor propio, pero también de la apropiación de la ideología del espejo; de ser entre seres; es propio de la extensión de la piel y la multiplicidad del cuerpo, como uno en muchos; es una concepción “divina”, no obstante, la producción de lo “bueno” en la relación dialógica binaria heteronormativizada patologiza la cercanía del amor, la atracción de la semejanza representando en la relación homosexual, que pone en frente una mismidad del amor que, por su explicitación, (y la herencia de la penetración ideológica moralista heteronormativo) es rechazado como “otro”; el mediado como un amor que no es mi “amor”, y por lo tanto, no es parte de “mi” construcción de la realidad: es la penetración del extraño en la burbuja esterilizada del hipocondriaco. El modelo del homosexualidad-semejanza y heterosexualidad-distinción impone, sobre la homosexualidad la imposibilidad de amar por la diferencia, homologando las complejidades del ser en un plano lineal, dos dimensional, donde la identidad es plana. El cómo externo, como algo que se apropia, que es afuera de sí, que está en “otro”, demuestra el valor del amor, como capital, como parte de un circuito de circulación de capitales y de comunicación y, por lo tanto, el aspecto social del amor. El amor, es socialmente constituido y por lo tanto solo en relación al otro (un otro como sí mismo) se busca su apropiación y aproximación. La idealización de objeto, que se vuelve un objeto de deseo, de semejanza por su reconocimiento más que identificación. No es solamente encontrarlo, como reconocerse en él que vuelve el objeto un ideal, un objetivo, que introduce contornos de deseo referencial, como si una burbuja se construye conceptualmente alrededor de uno, poniendo un (solicitando) limitación al amor, pudiendo así, verlo (202).
El amor como objeto es potencializado cuando uno se convierte en el objeto del amor, de lo ideal. El amor como externo construye una relación donde se necesita el otro para “darnos” el amor y nos volvemos, como partes de esta relación del ideal, el fuete de un ideal en el otro: el otro nos idealiza en la misma forma que es idealizado: aquí la semejanza se mueve en el aspecto de la expectativa un ámbito bastante espinoso por su ambigüedad y opacidad (203).
El ideal es, por definición, algo que no podemos “tener”, -es la conceptualización de la configuración “utópica” del objeto - solo podemos acercarnos a él, sin tenerlo en su totalidad, por ser el objeto “final” que se desvincula de la imperfección de la realidad. Es todo menos lo obsceno; es lo corregido, lo impecable; es divino. El amor, como ideal, es cognoscible, porque sus características son identificadas posibilitando el reconocimiento de ellas en otros. Esta misma dialéctica del reconocimiento de las partes fundamentales también se expresan en “su ausencia”. Los momentos de duelo, dolor, aflicción entre otras expresiones de dolor, expresan el aspecto de la vinculación que concentra el amor. Es la vinculación con el objeto (semejante ontológicamente y parte de un ideal), su desvinculación que produce la ruptura con el amor, manteniendo las partes propias de la relación del amor presente, en partes, en el dolor. El dolor, entonces, como duelo, expresa un amor que desaparece; es la quiebra de la relación; es la perdida de “gracia divina”. Es el reconocimiento de la perdida de (una parte) de sí mismo. El “valor” del amor, como capital social, es acentuado por el “dolor” que provoca en su disolución, ausencia, y disipación. Tanto el amor, como el dolor y también el odio, la repugnancia, el miedo y la mayoría de las expresiones emotivas del ser humana, provocan nociones de pertenencias en ciertos ámbitos de cosmovisiones y formas de experimentar la realidad (la “nación”). Los valores de las emociones son proporcionales a la fuerza de su potencial en función de las atribuciones que se les dan, que se impone. Las emociones, entonces, tienen a ser articuladas dentro de las estructuraciones ideológicas de las normas sociales y, siendo así, predomina la aportación emotiva heteroregulado (204). Habiendo reconocido el amor, se puede formar parte del campo potencial del amor, es decir, se puede conformarse con los parámetros del amor que buscas, siendo el objeto del ideal, siendo parte de una “nación”. Esta inversión en el objeto de amor se vincula con las formas socializadas y compartidas de ser, que fomentan el trabajo de expectativa y aliviana la espera (a final de cuenta, el amor es una relación y, por lo tanto, necesita ser reconocido por un “otro” para Ser). En cierto modo, como argumenta Ahmed, el investimento en el amor (la búsqueda de una aproximación con su semejanza) es una inversión que se fundamenta en la expectativa, naturalizada, de una “devolución”.
La dialéctica de la devolución del amor define caminos que son excluyentes visibilizando, mediante construcciones ontológicas, obstáculos que imposibilita el alcance; se desvía la atención de la espera en una de obstaculización poniendo los “otros”, estos diferentes y extraños, como objetos de las “causas” de la no-realización del amor. La explicación se desborda en que los demás son responsables por la falla en el alancen de lo ideal, en la reciprocidad del amor, de la semejanza, porque son justamente lo opuesto a la semejanza, ontológicamente. Los otros culminan siendo los objetos de los recipientes de todos las razones, males y excusas de la falla en la “devolución” del amor (206). La construcción de los lazos de la nación – como identidad, y semejanza, depósito e inversión de un ideal – la idea de la nación se vuelve ideal de la nación, ya que la “nación” se vuelve una parte de la ideología del sujeto; es una identidad que no reside en nada más que el reconocimiento de sus partes en los objetos externos, en los otros, en las pieles externas a su cuerpo. La nación se mantiene, se desarrolla, se fortalece y se constituye mediante los intercambios sociales de sus componentes simbólicos, ontológicos y estructurantes. Son la circulación y socialización de la noción de la “nación” que mantiene presente la constitución de dicho y el compromiso de sus miembros (208).
Con el amor equiparable con la semejanza, ¿cómo se equipará frente al con-juntar con diferentes culturas? Aquí Ahmed se pregunta como el amor multicultura es posible. Amar lo diferente es posible cuando se incluye el diferente dentro de la referencia de semejanza – parte de la nación. Cuando las partes de lo ideal son la diferencia, entonces el reconocimiento de un potencial amor desborda los contornos de una figura, y se mueve en los aspectos de la diversidad. La nación, entonces, es compuesto por sí mismo como múltiple, es el singular en la multiplicidad. La imposición de una “nación” implica el adiestramiento del “extraño, foráneo, diferente” – migrante en todo sentido – a pasar por la asimilación de las formas de “familiaridad” y similitud, de potencialización de verse como los otros; es la búsqueda de una aniquilación de su diferencia; es una manipulación de su piel, de su presentación, de posicionamiento de su cuerpo. Como Ahmed argumenta, “los migrantes "están obligados a aprender a ser británicos"; es decir, los migrantes se deben identificar como británicos, tomando a "la nación" como su objeto de amor. Esto se vuelve un asunto de lealtad y adherencia; de apegarse a la nación para formar el ideal del yo”. El concepto, entonces, del amor, de y por la nación, esta investida en una relación disimétrica de poder, en cual la nación “demanda” la inclusión de la diferencia (no tan diferente) dentro de su cuerpo, mediante su remodelación de lo diferente (como extraño y obsceno) en su propia imagen; la adoración divina del amor que exige la total entrega de sí misma a su forma, su industria, su cuerpo. La creación divina es la adoración humana. Como bien dice Barthes, “lo que ama el sujeto es el amor, no el objeto" (Barthes, 1979, p. 31 en Ahmed, 2017, p. 211).
La desigualdad en y de las relaciones de poder impuesta por la nación sobre los migrantes (los foráneos: virus) condiciona la asimilación de la migración como parte del cuerpo -como parte asimilado en el aparato inmunológico social- que estructura la conducta mediante la expectativa normativa, está siendo la expectativa heteronormativa, con roles performativos de género dentro de demonstrar, (y solicitar la “amable” aprobación del Estado como Nación -un ideal autoproducido -) su “asimilación” de la imagen de “la nación como amor”, que es la imagen macho, patriarcal, y dominante de la nación como Hombre, (en semejanza con la imagen de Dios) (212).
Por otro lado, Sandoval (2015) desarrolla un argumento sobre el amor más simbólico (sublime); es un amor desde el sentido, la semiótica, los entre-espacios de las palabras, los no-lugares de la mirada, la consciencia de una inconsciencia. Sandoval empieza con ver la apertura que posibilita el amor, y como movimientos sociales son propio de la lógica del “enamorado”.
El movimiento social diferencial se remite a la una conciencia - “ciber”- compleja que es a la vez un proceso y un “algo” efímero; es aquello que escapa la encapsulación de la interpretación fija (y pegajosa) de la palabra. Esta presenta como una sensación, un “aire” que mueve in-visible y sin “aparente” sustancia, ni de su tacto. Es el alma del cuerpo (Sandoval, 2015: 235). La conciencia del movimiento, entonces, se atrapable mediante las formas expresivas del cuerpo, del Ser, con sus gestos, y sonidos, sus imágenes y palabras que buscan retratar, siempre de forma fugaz, la figura enigmática que contiene la consciencia del movimiento social. Esta en los rincones de la mirada y desaparecen con la mirada directa. Es algo que se puede inferir, pero no atrapar.
Chela Sandoval aborda el amor vía la similitud de “atrapar” la conciencia del movimiento social. Adscribiendo, implícitamente, la construcción del amor como un elemento relacional y social, Sandoval construye el amor no como una práctica externa del sujeto, sino que parte de las posibilidades de uso del sujeto; como una herramienta que posibilita la maniobra y modulación de procesos y procedimientos que permite la adhesión en movimientos sociales y se muestra como parte de su metodología. Parte de la praxis de la metodología de la emancipación (237). El amor, asociado a la idea del romántico -de estar en el amor- posibilita, argumenta Sandoval, liberarse de la relación simple entre el sujeto y el Estado visto como la relación sujeto-ciudadano. El sujeto enamorado se libera de la lógica del Estado, de la limitación que impone el Estado sobre la configuración de sus sujetos, del sujeto-ciudadano (un sujeto-objeto). Es así que el amor romántico posibilita una ruptura, una revolución, de la configuración relacional entre y de las partes. Es una relación que permite la conciencia diferencial -un momento de reposicionamiento ontológico- frente a la estructuración del Estado-sujeto (238).
El acto de amar, ser un amante, es ocupar el espacio del otro; es extenderse en el otro y “devorar” el otro; aquí Sandoval se junta con Ahmed en la descripción de una extensión y unificación de la piel, del cuerpo como una ameba que consume, une, e incorpora el otro como sí mismo. Es este “entrar en” que configura el amor como revolucionar, como rebeldía, como agonista y contrahegemónico. Es i-lógico (239). El estar enamorado es mirar y estar “en el abismo”; es ver lo que no se puede ver; es la originalidad de la innovación; de lo nuevo; del nascimiento.
El amor romántico como ruptura, como revolución, como una “originalidad” posibilita a que los movimientos sociales que entrelazan el amor como nexo entre sus partes, actuar con una óntica que se desvincula con la heteronormatividad de la consciencia. Es la “liberación” de la forma y camino del pensamiento, que se sale de lo lineal y traza su camino en los ejes de la posibilidad (243). La conciencia del amor, de los movimientos sociales, re-posiciona, como re-posibilita el mundo; es la crítica como discurso y el discurso crítico de la realidad.
La consciencia diferencial, este “ciber” de la diferenciación, que es y permite que sea, los movimientos sociales se apropian de las cinco tecnologías de la metodología de emancipación: (i) la semiótica; (ii) la deconstrucción; (iii) la metaideologización; (iv) democratics y (v) la percepción diferencial. Los movimientos sociales tienen, en su horizonte, la ruptura; miran el abismo porque buscan un cambio; se relacionan “afuera” del sistema; buscan introducir un “no-lugar” dentro del espacio lineal y bidimensional. Es un amor que busca descolonizar el conocimiento; es imponer, ahora, el punto de la extensión de la modernidad: la posmodernidad.
Sandoval sostiene su argumento en base de un desarrollo complejo sobre la implicación de la forma de ruptura que representa el término “différance” de Derrida. En discusión con Barthes, se puede rescatar que la “différence” posibilita la conciencia diferencial -esta otredad conceptual- que “perturba toda norma”; es la óntica que busca romper modelos establecidos y ser, en todos sentidos, transformador (257). La “différence” se vuelve no solamente una herramienta analítica sino un método ontológico como propuesto por Hayden White. El argumento central de White es que el pensamiento teórico y académico es cerrado “por naturaleza”, es decir, se mueve dentro del circuito del pensamiento científico propio de su campo social, mediante, podemos decir, el método científico. No obstante, de la misma forma que Kuhn defendía las revoluciones de paradigmas, la “différance” posibilita la ruptura e inserción de un pensamiento “revolucionario”. Es un enamoramiento científico; permite ver entre los medios y posibilita la “posibilidad”.
Bibliografia
Ahmed, S., Olivares, C., & López, G. O. H. (2017). La política cultural de las emociones. México: Centro de Investigaciones y Estudios de Género UNAM. Cap. 6. En nombre del amor pp. 191 - 220.
Sandoval, C. (2015). Metodología de la emancipación. Universidad Nacional Autonomía De México, Programa Universitario De Estudios De Género. Cap. 6. “El amor como hermenéutica del cambio social: una movida decolonizadora”. pp. 235 – 263.
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