[Fragmento de diario de campo]
Camino sobre “mis caminos”, destacando una nueva fluidez de los pasos que tomo, sobre una capa renovada de la diferencia asumida que llevo. No me considero parte "natural" del entorno, de esta ciudad, sino reconozo que soy un extraño, y así las miradas alternas, y la sensación de extrañeza se hacen parte de mí, son internalizadas, aceptadas y dominadas. Ha sido un proceso largo llegar a este espacio de aceptación de la extrañeza -la diferencia de la "otredad"- y en vez de buscar disimularla, busco reconocerla. Soy un extraño. Camino ligero.
Encuentro a uno de los migrantes que había tenido la oportunidad de platicar anteriormente, acompañado de otro que aún no había visto. Pasan sin reconocerme, así que doy la vuelta y les alcanzo en un puestito de café un poco más adelante. Me saluda con una sonrisa y me pregunta donde andabas, que hago “¿tan temprano aquí?”. “Vine a verlo”, respondo con una sonrisa. Sonríe y ríe. Me pregunta si quiero un café y digo que no, más tarde. Aun pienso que este encuentro será fugaz y momentaneo, así que mi estrategia es reservar el café para una entrevista posterior. No obstante, no será hasta un poco más adelante que me percataré que estaba en plena entrevista.
Nos sentamos en la banqueta, no muy lejos del Albergue. Son un poco más de las 7 de la manaña y algunos coches empiezan a estacionarse en frente de nosotros. El migrante me pregunta como he estado, e intercambios algunos saludos. Voltea al otro migrante y le dice que “estoy estudiando las historias de los migrantes”, que estoy “escribiendo un libro”, y que me interesa las “historias de los deportados”. No niego nada de lo que dice, al contrario, considero que todas las afirmaciones son válidas. Mientras ellos disfruten de sus cafés, miramos hacían en frente, contemplando. Hay un silencio, no forzado, tranquilo, liviano.
Pasa uno de los habitantes del barrio, este panzón que había encontrado anteriormente en una plática con migrantes. Me saluda y mirando hacia mí, dice “eres el ruso, ¿verdad?”, “No, brasileño”. El otro migrante sonríe. “Rio de Janeiro”. Se siente a gusto aquí. Los dos migrantes traen un gafete, y el migrante comenta que acaba de llevar el otro (migrante) a sacar lo suyo. El panzón pregunta en donde se hace, e intercambian información acerca de esto. Aprovecho para preguntar para qué es el gafete. Me explican que es un permiso para estar en la calle, para estar vendiendo en la calle y, por lo tanto, mediar las violencias de la policía que hostiga a “todos los de la calle”. Pregunto si puedo ver el gafete del nuevo migrante. Me dice que sí. Es mi momento para entablar una plática. Mientras veo su gafete corroboro si se está quedando en el albergue. Me confirma que sí y le doy una introducción de quien soy, haciendo eco de lo que el migrante conocido había hecho de mi persona. Le pregunto si lo puedo escuchar, si me puede contar un poco de su vida, “porque es importante contar sus historias, es importante visibilizar la vida de los migrantes, como viven, como están, quienes son”. Me dice que sí. Con la nueva estrategia de la diferencia asumida, explicita y sobresaliente, le agradezco y saco mi cuaderno de mi mochila y mi grabadora. No busco suavizar esta entrada de entrevista -como lo hacía antes, buscando introducirme despacio entre en sus espacios- sino que marco que soy un “investigador” y saco mis “herramientas”, lo hago de forma despacio, haciendo visible la "preparacion" del "trabajo". Prendo un micrófono en su camisa, escondo la grabadora bajo las hojas de mi cuaderno y le pregunto sobre su vida.
Cruzamos una calle y vamos pasando a la gente “de la calle”. A media cuadra, a unos pasos delante, un chavo se encuentra sentada en la banqueta, acostado contra la pared de alguna vivienda. Repentinamente sale un hombre, alterado, con ojos grandes, una cara pálida, cargando un palo de béisbol. Empieza a pegar el chavo en las piernas. Una tras otra vez. En la quinta pegada el muchacho que está buscando huir de la situación, logra escapar y va mancando así el otro lado de la calle, huyendo la violencia. Otro “de la calle”, cruza la calle y empieza a gritar: “¡Pégame a mí! ¡Pégame mi! ¿Por qué lo pegas? ¿Por qué lo pegas?”. Es una violencia, que me contarán, rutinaria. “No podemos meternos”, dicen. Miramos, tristemente, y seguimos.
Le había preguntado cómo se conocieron. Me dijeron que en el albergue. El migrante nuevo llegó hace un mes, desde Sonora. “Vine para encontrar trabajo”, me comenta. Le pregunto qué trabajo busca y que hacía. Me cuenta que era un comerciante y un empresario independiente en Sonora. Que se dedicaba a la costura, fabricación de prendas y serigrafía, pero con la pandemia “se tronó” el negocio. “Además, me acabo de divorciar”, me dice. Él ha encontrado trabajo, lo encontró mediante grupos en Facebook, y trabaja 3 turnos de 12 horas por la noche, “de 6 de la noche hasta 5 de la mañana” al largo de la semana. Le pregunto que hace cuando sale, ya que el albergue está cerrado a esta hora para el ingreso, y me dice que “busca descansar”. Le pregunto dónde descansa por lo general a estas horas. “Muchas veces voy al aeropuerto para descansar un poco. Intenté en los parques, pero la policía te molesta mucho”. Me dice que con el gafete tiene menos problemas, pero aun así lo cuestiona en los espacios públicos. El espacio no es democrático, pienso. “Aquí se busca limita lo que significa público y empujar a todos los demás a un tipo de purgatorio social: ni aquí ni allá.”
Una hora después alcanzamos un fin natural a la plática. Me ha contado de su infancia, de sus estancias en Estados Unidos, y las diversas ocasiones que lo deportaron. Todas son relatos difíciles y cargado de dolor y tristeza.
El migrante conocido vende dulces en los semáforos de algunos cruces de Tijuana, y como el otro migrante trabaja en las noches quería ganarse algo en los días, “para aprovechar”.
Me alegro. Quería seguirles en sus días, y tengo la oportunidad de hacerlo. Lo primero que me dicen es que aún es muy temprano, así que nos sentamos en un relieve de una entrada de una tienda cerrada. El espacio es pequeño y cuando me voy a sentar, el migrante conocido me dice “No, no te sientas allí, siéntate aquí”, mostrándome un espacio a su lado. “Es que allí le tiran cal”, me dice. “Justamente para que no sentamos”. Estamos sentados, nuevamente, esperando. Pasa un carrito de café y sándwiches y el migrante conocido se levanta para comprar uno. Mientras eso, el otro migrante está arreglando su arreglo de paletas de cajeta que va vender. Mientras se come su sándwich, se acerca un joven. Trae la mirada cansada y su rostro se ve pálido. Dice algo al migrante conocido que no logro entender, y se vas. No pasa cinco minutos y regresa. Nuevamente intercambia algunas palabras, pero sigo sin escuchar bien, y con el cubre bocas que el joven trae puesto no me permite leer sus labios (algo que como extranjero me he apoyado mucho para ayudarme a entender lo me dice, y lo que se dice). El migrante nuevo termina de arreglar la presentación de su caja de paletas de cajeta arreglada y no se había percatado de la ida del migrante conocido. “Donde fue x?”, me pregunta. “No sé, no dijo”. “No dijo si regresaba?”, “No”. “Creo que voy a ver dónde fue entonces”. Me levanto y le digo “te acompaño”. De esto se trata mi “estar aquí”, pienso.
Damos la vuelta en la calle y vemos al migrante conocido hablando con el joven que se había acercado anteriormente. Está haciendo alguna transacción. No me acerco mucho, pero sigo estar viendo que está pasando. Momentos después regresa el migrante, y veo que el migrante nuevo se acercado al otro joven. También hay un intercambio de algo. De regreso el migrante conocido me dice que tomó algo para la depresión. Que se siente deprimido, sin ganas de hacer nada, sin ganas de nada, por esto tomó la pastilla. Me dice que esto le ayuda a pasar el día, de empezar el día. “La vida de un migrante es difícil”, me dice. Asiento con la cabeza. Concuerdo en lo absoluto. Son las 8 y media y esperamos, sin decir mucho, mirando, una media hora más, hasta que el migrante conocido dice que “ya”, que “vamos para allá”. Caminamos unas cuadras más para arriba y el migrante dice. “Bueno, yo voy quedarme aquí. Tu –refiriéndose a mí- acompaña a él para ver cómo le hace y yo les alcanzo después”.
Estamos sobre una avenida importante. Uno se queda en una calle más abajo, y el otro un poco más arriba. Yo estoy en el cruce “más arriba” observando el migrante nuevo en su cotidianidad. Registro que el semáforo cambia de luces cada minuto y percibo que el migrante nuevo logra abordar un coche cada 10 segundos. Logra vender paletas en cada cambio de luces.
Pasa una hora y llega el otro migrante –el migrante conocido. Me ve y con una sonrisa me dice que “este chavo tiene mucho talento para vender”; y sí, ha vendido casi todas las paletas. Con la presencia del migrante conocido, empezamos a caminar. Me sorprende. Pensé que se quedarían en los cruces más tiempo, pero al parecer tienen el suficiente “por hoy”. Les pregunto de cuánto ganan al día y cuál es su inversión inicial. Veo que tiene un retorno de 10 veces sobre lo invertían. Les digo que es un buen margen de retorno. Todos concuerdan con la cabeza.
Nos dirigimos sobre la avenida y paramos a un puesto de dulces. El migrante conocido me enseña un dibujo que realizó en el puesto. Es un dibujo muy bien hecho; le digo que transmite paz. Son dos caras de mujeres con unos cerros dibujado atrás con un letrero que dice “Orgullo mexicano”, y “Dulcería de Michoacán”. Me comenta que se hizo amigo del dueño del puesto un día, y que al saber que él dibujada, le pidió hacer un homenaje a Michoacán. El puesto, como ya se hace evidente, es de un michoacano. Es medio día y siento casado; cansado de estar de pie, de estar sobre la calle. No hay descanso, aun cuando uno está sentado en la baqueta. No se descansa en la calle; solo se toma una pausa.
Me introduce al michoacano, explicándole que vengo “escribiendo un libro sobre las historias de migrantes”. “Quizás es cierto que estoy escribiendo un libro”, pienso. Nos sentamos frente al puesto “Dulcería de Michoacán”. Empiezan a intercambiar anécdotas entre ellos, muchas de tono religiosas, con una moralidad al final. El migrante nuevo entra en la tienda de al lado y en seguida también entra el migrante conocido. Me preguntan si quiero algo, les agradezco y les digo que no. Ya son las 12 de la tarde. La mañana ha pasado rápido, pero a la vez lentamente.
En la ausencia de los migrantes (de la mañana), el migrante michoacano empieza a platicar conmigo. Pregunta nuevamente que estoy haciendo, y lo explico y empieza a contarme su historia. Es otra historia trágica, pero los temas empiezan a volverse común. Una infancia rota, violenta, pobre; un entorno social violento y deprimido. Me cuenta que es un deportado y su historia se va pareciendo a los demás. Me recalca, en varias ocasiones, como la migración “trauma”, que él de pronto se despierta pensando que esta allá, para caerse en la realidad de “aquí”.
Pasando una hora, deciden levantarse y caminar. Durante este tiempo, han estado hablando de querer rentar un departamento “con baño adentro”, y enfatizan que cuando lo tiene, que les gustaría que yo fuera, para “platicar”. Me comenta que aquí todo quieren dólares, 250 a 300 dólares por mes, “más agua, gas, y luz”. Que no pueden pagar esto, que necesitan algo mas barato. En este transcurso, el migrante nuevo me comenta que está pensando en dejar sus papeles importantes (acta de nacimiento, comprobantes de escolaridad, etc.) en el “locker” de su lugar de trabajo. Me dice que tiene un candado, y que lo está pensando dejar. Lo escucho. Me lo repite y me pregunta. ¿Qué te parece? ¿Crees que es buena idea?” Yo lo respondo diciendo que si esto fuera mi caso y yo no tenía necesidad de prestar estos papeles en el recorrido de los días, que quizás sería prudente dejarlos guardados para tenerlos seguro. Agrego que no sería demás sacar una foto a la documentación. Le gusta la idea al migrante, y en seguida saca los papeles de su mochila y empieza a sacar fotos. Me dice “Claro, no se había ocurrido, pero es un plan B. Gracias”. Siento que hemos hecho una amistad aquí.
Caminando el migrante nuevo dice que pronto tiene que irse a la fábrica. Nos despedimos y me quedo con el migrante conocido. Seguimos caminado y nos sentamos frente a un supermercado. Caminamos casi una hora hasta llegar allá y al sentarnos, el migrante conocido me cuenta las mismas historias de su vida. Percibo que estas narrativas son estructurantes para su noción de identidad y permea la forma que se ve y se ubica en el mundo. Para él, las cosas ocurren por alguna razón divina; el mundo es lleno de internacionalidades y no causalidades. De vez en cuando, se levanta a ver si alguien quiere comprar una paleta que trae en una bolsa. Nos quedamos ahí hasta pasando las 4 y media, fumando, él regalándome las historias, reforzando las narrativas que he podido registrar en momentos anteriores, y yo escuchándole, acampándole. Es solitario ser un migrante. Uno no tiene un “espacio”, se lo tiene que conquistar, pelar, negociar. Nos dos sentando en la baqueta pasamos desapercibidos por muchos de los entran y salen de la tienda, y esta invisibilidad es lo busco romper. Quizás hoy pude “conocer” un poco más como es la vida de un migrante.
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