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Día. 38. (total 144). Trabajo de campo en Tijuana: La somática relación del hostigamiento

[Fragmento de diario de campo]


Parte 1.

Tengo cita a las 930 en un albergue un poco retirado. Es un sábado y llego al “centro centro” antes de las 8, ya que calculo me llevará aproximadamente 1 hora y media hasta llegar al albergue. Traigo mi mochila, una gorra y me dirijo hacia la panadería donde me compro mi café. Estoy cansado… han sido días de mucha actividad, y cada actividad es interpelado por una fusión de pensamiento teórico que, cuando se atraviesa con las pláticas de los migrantes, me agota por completo. La cafeína del café caliente me ayuda a despertar. Estoy sobre una de las avenidas principales del “centro-centro” de Tijuana, la avenida Benito Juárez, avenida bastante transitada tanto por vehículos como peatones. Pasando el Instituto Municipal de Arte y Cultura, escucho:


“Oye, güero”


Volteo para ver quien está diciendo esto, ya que la voz me pareció direccionada hacia mi entorno. Me sorprende que hay un policía acercándose diciendo:


“Ven aquí, güero”.

Siento que me pongo caliente; me calienta el cuerpo; se me sube la temperatura; siento que me corre adrenalina por el cuerpo. Sé muy bien que está pasando aquí; lo he visto muchas veces pero ahora me toca a mí.


Me acerco, y le pregunto qué pasa. Me mira, y me dice.

“Primero, tranquilízate; tranquilo, tranquilo”, me dice.


Esto tiene el efecto opuesto. Se me sube toda la ganas de discutir, de enfrentar, pero siento -como deben sentir todos los migrantes- esta impotencia de estar “sólo frente al mundo”, de saber que uno no está “en su lugar” sino en “otro lugar” y, por lo tanto, no conviene buscar cambiar las relaciones de poder de esta forma. Que odio me da este intercambio.


“A dónde vas?” me pregunta.

Voy a [Albergue X]. Tengo cita a allá”, le respondo.

Ah sí? Donde esta tu gafete?”, me pregunta en seguida.


Me pregunta por mi gafete; este elemento que se ha vuelto imprescindible en mis caminatas por Tijuana. Sin embargo, sé lo que él está buscando. No es mi gafete de estudiante, sino el gafete que se entrega a algunos de los migrantes que se hospedan en ciertos albergues, de forma que les permite “estar en la calle”, estar “a la vista” y transitar “libremente” por Tijuana. Es, en todo sentido, la validación del “permiso” de poder estar en la vía pública -no tan pública. Es una forma de la privatización de lo público y es, también, la autorización de la aplicación de una violencia social; del abuso policial, de la intromisión del Estado sobre el cuerpo, sobre el Ser.


Le entrego el gafete. Lo mira, lo voltea, lo mira de nuevo.


“¿Que es esto?”, me dice.

Es mi gafete. Soy estudiante de doctorado en la Ciudad de México”, le replico.

Se ve confundido.


“¿Estudiante? ¿Estudiante? No pareces un estudiante”, me dice.


Sonrío.


Zona donde fui interceptado por el policía

“Pues, soy un estudiante. De la Universidad Iberoamericana. En la Ciudad de México”, le digo, sintiendo un poco más alivio con la percepción del cambio de relaciones de poder.


Veo que puedo revertir esta relación, y esto me brinda una sensación que me devuelve mi agencia y una sensación de “poder” en el sentido de que “puedo estar aquí”.


“Es que no pareces estudiante. Que estas estudiando?” me pregunta, incrédulo.


Cada vez que dice “estudiante” lo dice de forma diferente, como si fuera una palabra que no encaja en este discurso, como si fuera algo que lo tiene que definir con pronunciar cada sílabo de la palabra:

ES – TU – DI – AN - TE.


Sí, soy estudiante. Estoy estudiando la fenomenología de la migración. Vengo hacer mi trabajo de campo investigativo que se trata sobre…” y ahí decido abrumarlo con un vocabulario quizás más complejo que él esté acostumbrado a escuchar.


Digo frases llenas de palabras “grandes” y conceptos “difíciles y complejos”, hablando desde mi formación académica, y con cada frase veo su confusión en sus ojos, en su postura, y confieso que me entra una alegría de poder revertir esta sensación de hostigamiento. Aquí lo provoco no con mi estatura física -como él lo hace-, ni con esta capacidad y autoridad de emplear la fuerza y violencia del Estado, sino desde un matiz intelectual que confronta, plenamente, su capacidad de compresión. Digo frases que difíciles de entender; solo busco abrumarlo con conceptos de la “doble hermenéutica”, la “ontopológica expresión situada del Ser”, el “proceso heterofenomenológico de la subjetividad”, entre tantas otras cosas que no me atreviera decir en un ámbito más formal sin pasarlo por un cuidado epistémico reflexivo mayor. Funciona.


“Es que pareces a un motero”, me dice, ahora como si tuviera la necesidad de justificar su aproximación, su interrogación.


“Un motero?”, le digo.


“Sí, tienes toda la apariencia de un motero. Estos que llevan marijuana por la frontera”


Pienso en atacar su prejuicio, pero decido que lo más importante es salirme de esta relación.


“Tu mochila, tu gorra, es que tienes la apariencia de un motero”, sigue.


No me detengo y le digo:

“No, pues, no todos que andamos así, somos moteros, o narcotraficantes”.


Sin medir hasta donde voy, sigo.

“No podemos ir por ahí con estos prejuicios. Hay que trabajar para desmantelar estos prejuicios…


Y ahí sigo, y digo que justamente este es un factor que atraviesa las vidas de los migrantes, de que se les entablan en un esquema imaginario fomentado en un prejuicio que proviene desde discursos que no buscan desvelar las realidades, sino promover ciertos intereses, etc... Son cinco minutos donde me voy sintiendo cada vez más reivindicado hasta que el policía decide que ya escucho lo suficiente, y me entrega mi gafete mientras sigo hablándole de lo importante de “ver” más allá de las presentaciones reconstruidas desde los regímenes del racismo, del xenofóbico, de la aporofobia, etc. Sé que este policía es un agente de los intereses biopolíticos, de la frontera, del turismo, de la “mirada imperial”. Me despido y me sigo. Me falta una hora para llegar a mi cita. Camino y miro a todos aquellos que se parecen a mí, que se parecen, entonces a “un motero”. Estar en estas esferas de la frontera como Tijuana es estar dentro de las múltiples narrativas que construye los diversos discursos de estar, ser, ver, y sentir las vidas de nosotros, lo otros, y todos aquellos en tránsito. Las vidas de los migrantes están -constantemente- siendo juzgado.


La "cara" de un aparente narcotraficante


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