[Fragmento de diario de campo]
En el camino paso un taquero contando sus ganancias. Son todos dólares. Las cantinas siguen a todo volumen, y las sexoservidoras se apoyan en las paredes de este contorno. Muchas miran sus celulares, otros miran a los demás. Escucho a una muchacha diciendo que cobra 750 por el cuarto “con regadera y baño”. La persona se ve interesado. No está hablando con una sexoservidora y no sé cuál es el contexto, pero los eventos de hoy me indicaran. Por en cuanto voy sobre “mis caminos”, pienso. Este es “el camino” hacia los migrantes.
Les invito a un desayuno y un café. Son cuatro, todos de Chiapas. Han llegado hace una semana, y buscan cruzar. Llegaron de autobús, un viaje de 3 días y 3 noches, “lo mismo que se hacen en el desierto”, me comentan. Les digo de pedir lo que quieren, a gusto. Encontré un puestito de café y atole con pan dulce y burritos, y piden con agradecimiento. Nos sentamos en la baqueta; Tienen entre 18 y 33 años; en el camino, uno me cuenta que hace tres días los agarraron en el desierto; que llegó la migra en la madrugada y los atrapó. Me cuenta que es su quinta vez intentando cruzar y quedarse en Estados Unidos. El intento anterior ocurrió hace tres días. Buscan cruzar la semana que viene.
Encontré el primero sentado afuera del albergue. Joven, de tez de piel marón, se ve como cualquier joven; pantalones de mezclilla, una playera, una apariencia juvenil, desmadroso hasta, una energía y apariencia adolescente. Me comentará que tiene 18 años. Su mano izquierda esta vendado. Posteriormente me comentará que esto ocurrió hace tres días; cuanto saltaban el muro ´que divide estas tierras. Él agarró uno de los alambres que sirve como otro mecanismo de contención en la parte alta del muro, y desgarró uno de sus dedos. Después de haber caminado por tres días y tres noches, la migra los agarró y atendió su mano. Me comentará en el “desayuno” que fueron amables, que les entregaron un refresco, agua. Todo esto ocurrió hace algunos días, en la madrugada. Hoy, siguen buscando cruzar, pero ahora tendrán que “esperar una semana”, me comentará otro. “Tenemos que esperar a que sane su mano antes de intentar nuevamente”. Este último intento de cruzar no ocurrió en la zona metropolitana de Tijuana, sino en un parte del muro fronterizo entre “aquí” y “allá”.
Somos cinco, ellos y yo, afuera del albergue. Les sugiero tomar un café en el mismo lugar que pude entrevistar a un migrante -el poeta sonorense, como lo he identificado- y están de acuerdo. Empezamos a caminar hacia allá, y el director y funcionario nos intercepta. Dice que cualquier cosa que se necesite, que lo busca, en el “albergue principal”; indica que hay una oficina para la atención de migrantes más adelante, que ahí se puede acudir, que los reciben. Hace una y otra indicación y les sugiere ir a comer en el Desayunador del Padre Chava.
“Mira, él les vas llevar”, dice, apuntando al otro funcionario.
Ellos se miran y miran a mí y dice, en voz baja, que “pues es que íbamos a ir con él” -es decir, conmigo a la tiendita.
“No, es mejor que vayamos con él, para que conocen el comedor, es importante”, digo enseguida.
“Sí, vamos”, dice el funcionario.
“Vamos, es por aquí”, me dice.
Me percato que me considera “parte” del grupo, de esta unidad, y busca que todos vayamos al comedor.
Nos acercamos al comedor, y la agrupación de personas esperando ingresar es menos que mi última visita. Pasamos el hombre de tez de piel obscura que predicaba la última vez, ahora sostiene un guitara infantil, pequeña, y cuando pasamos, nos grita -suplica quizás-
“¡Peso! ¡peso! ¡peso! ¡peso!”.
Nadie le hace caso. Estamos sobre la banqueta del otro lado de la calle del comedor Padre Chava. Dos de los migrantes se han quedado mirando las paredes de folletos de búsqueda, desde la baqueta, y comentan algo. Yo me encuentro adelante, con nuestro “guía” y los otro dos migrantes. Paramos bajo una árbol y el funcionario del albergue les -nos- explica el funcionamiento del comedor, sus horarios; aprovecho para corroborar si ahí adentro pueden atender la mano del chavo que esta vendada.
“Sí, sí, ahí hay atención medica”, nos dice.
Me preocupa la herida del migrante; cuando veré la foto de lo sucedido, no me queda mucha esperanza de que volverá todo el movimiento y funcionamiento de su dedo. La foto es “terrorífico”.
El sentimiento de los chiapanecos es de reconocimiento del lugar, pero también de rechazo.
“No, no vamos a ir allá”, comentan entre ellos.
“Mejor vamos a desayunar con el güero”.
Así me llamaran al largo de nuestro tiempo junto -una cuantas horas- “el güero”. No es la primera vez que escucho esto de migrantes; de rechazar el comedor. No creo que lo rechazan por la asistencia que brinda, sino que no se ven en esta necesidad. Los migrantes no son gente con carencias absolutas, no son “de la calle”; me dirán que gastan entre 130 y 200 pesos por día y que sus ahorros estas casi terminando, por esto están en el albergue. “No más por esto”.
“Vamos contigo güero. ¿Dónde vamos?”, me pregunta cuando ya se había retirado el funcionario del albergue. “Buena pregunta”, pienso.
“Donde podremos ir?”, pienso. Busco darles una aparecía de cierta confianza y certeza.
“Por aquí”, le digo, apuntando hacia el final de la calle. “A ver que encontremos”, pienso.
Empezamos a caminar, ahora yo como guía, y ellos atrás. Doblamos la calle y miro que todo está cerrado. Son las 7 y media, no más, y el comercio aun no abre. Sigo la calle hasta llegar a un cruce. Miro a ldóndeos lados “¿por donde iremos?”, pienso. En la esquina esta un puestito ambulante; algunos comensales están comprando café. Parecen que tiene ollas de tamales.
“Les parece aquí?”, les digo.
“Si, está bien”, dicen y nos acercamos.
“Buenos días amigo”, digo al vendedor.
“Oye, ¿que tienes de beber y comer?”.
“Café, pan dulce y burritos”, me responde.
“Les parece?” digo a los migrantes. Miran, y tímidamente asiente y consienten.
“Sí, sí”.
“Va”, respondo. “Piden lo que les antoja. Yo les invito”.
Tímidamente se acercan, miran, empiezan a pedir atole; un agarra un pan dulce.
“No tienen tamales?”, pregunta uno.
“No, solo burritos”. Él se queda ahí pensando.
Me mira.
“No quieres un burrito?”, le pregunto.
Me queda mirando.
“Sabes que es un burrito?”, sigo.
“No, ¿qué es?”. Le explico y se anima a pedir.
Pidieron seis burritos en total, compartieron entre ellos, todos pidieron atole y yo café. Estamos sentado en la banqueta, y les pido si me pueden contar sus historias y que las grabo. Me dicen que sí. Saco mi grabadora y me acerco a uno de ellos.
#1. Me cuenta que viene de una familia pobre. Que no hay trabajo. Que busca encontrar trabajo en Estados Unidos para poder sostener a su familia. Tiene una esposa y tres hijos. Me cuenta un poco de su infancia, de lo difícil que es. Sus ojos llenan de lágrimas; empieza a tener dificultad para platicar. Me dice que hace tres días fue su primer intento para llegar a Estados Unidos. Que caminaron tres días y tres noches. Que hace mucho frio y que hay que tener cuidado con las culebras. Me dice que no tiene familia allá sino conocidos. Le pregunto si tiene un celular. Me dice que sí. Le pregunto cómo lo usas, para que. “Para hablar con mi familia”, me responde. Me dice que les habla todos los días, que les extraña. Espera quedarse unos años en Estados Unidos y regresar. Me lo dice todo con lágrimas en sus ojos. Terminando lo veo sacando su celular y llamado. Se queda un rato hablando alejado de nosotros.
#2. Empieza saludando a “todos que escucharán esta grabación”. Le digo que solo yo lo escucharé, que todo lo que me dicen es absolutamente confidencial y que nadie podrá identificarlos y este material nunca será utilizado en su contra. Me platica que busca llegar a Oklahoma, que no tiene familia allá sino conocidos. Él no hay cruzado aun; encontró a los demás en el albergue y se hicieron amigos por ser todos de Chiapas. Proviene de un entorno difícil, pobre. Finaliza mandando un saludo a “toda la banda” y que espera que “sus historias pueden ser escuchadas”.
[Me percato que están interpretando el micrófono como un elemento “institucional”, como si yo fuera un periodista, como que si esto fuera una radio. No logro “contener” esta imagen y representación y sigo con buscar registrar lo que se puede en "este momento"; Busco que me cuentan algo suyo, de sus experiencias como migrantes y de sus experiencias con estas experiencias.]
#3. Él es el más joven, el que lastimó su mano. Me cuenta de cómo sucedió. Se estar trepando el muro y agarró el alambre que desgarró su mano. Yo estrecho el micrófono hacia el para que se escucha lo que dice; habla en voz baja. Agarra el micrófono y lo lleva hacia él. Agacha su cabeza y me detalla su travesía. Mal lo escucho, pero queda grabado. Todos comparten la pobreza, todos buscan cruzar. Para él será su segundo intento de cruzar.
#4. Él tiene más experiencia en cruzar. Lo ha intentado en cuatro ocasiones anteriores sin éxito. Me parece que él es el “líder” del grupo. Me platica muy poco y breve su historia. No dice mucho y al final dice que “es todo lo quiero decir”. Es cauteloso. Insisto un poco para que me cuente de su vida, pero se niega a seguir. Lo agradezco por compartir.
Agradezco a todos por compartir. Ya hemos terminado; ya hemos consumido lo que había. Nos levantamos como para irnos, y el más experimentado comenta que quiere buscar la forma de cargar su celular. Les digo que tengo un cargador y lo saco de mi mochila. Lo conectamos y nos volvemos a sentar; a esperar que se cargue.
El más joven saca su celular. “Güero, ven güero, mira, mira”, y me muestra su celular. Es la foto de su dedo; abierto, masacrado. Comentamos que esta feo la herida. Me comenta que se le abrió como “una Y invertida”, me dice. Le digo que sería bueno que lo vea con el médico del comedor del Padre Chava antes que se vayan.
Les pregunto si van a regresar al albergue y me dicen que ya no. Que van a rentar un cuarto en la esquina, cerca de donde estamos. “No cobran 700 a la semana, por dos” me dice. “350 cada uno”, agrega. Les pregunto qué hacen durante el día aquí en Tijuana. “Buscar trabajo”, me comenta otro. “Sin trabajo uno muere”, agrega. Me cometan que la misma persona que les vas rentar un cuarto también les ofreció pagar para que pintan una pared.
Prendo un cigarro.
“Güero, ¿me das uno?”, me dice el joven con una sonrisa.
“Si, claro”, y le paso un cigarro.
Los demás me dicen “¿No es que no debe fumar por su mano, güero?”.
“No, pues, no soy yo quien lo voy a decir” digo.
El joven se ríe y prende el cigarro. Los demás sonríe. Pasa una muchacha y se me acerca.
“Tienes un cigarro que me puedes vender?”, me pregunta, “Sí hablas español?”, me dice en seguida.
“Sí, sí”, le digo dándole un cigarro.
Mira a los demás y les dirige la palabra.
“Tengo un pollero muy bueno. Te cobra 10”, dice.
Los demás sacuden la cabeza para indicar que no están interesados. Me impresiona lo abierto que es la operación aquí. Me había quedado la duda de cómo se encuentra un pollero, como seria el proceso y veo que no requiere de mucho esfuerzo.
“Ya se cargó lo suficiente”, dice el “líder”.
Me levanto y guardo mi batería. Los demás se levantan también.
“A dónde vamos?”, pregunta uno.
“Para allá”, dice el líder.
Les doy a cada uno un fuerte apretón de manos y les agradezco -sinceramente- por sus tiempos. Les regalo manzanas y les deseo éxito. “Ojalá logren”, pienso.
Me percato que documentar, registrar, buscar las historias de migrantes es difícil, es agotador, es emocional y es transitorio. Que es difícil “detener” el momento para registrar la historia, porque todos es en-transito, -todos están en tránsito- todo es una caminata; nada aquí permanece y encontrar un migrante que te puede regalar sus experiencias es buscar detener el momento. Regreso agotado. Estar, mismo si es en la entrada de una puerta entreabierta, en las vidas e historias de migrantes es emocionalmente agotador. Llego a casa y busco dormir; me siento cansado. No he dormido bien últimamente.
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