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Foto del escritorRenato Galhardi

Día 28. Trabajo de campo en Tijuana: En el cruce de desencuentros: el desayunador Padre Chava

Actualizado: 24 sept 2021

[Fragmento de diario de campo]

Voy con pasos seguros al albergue. Ya conozco el camino, siento que voy conociendo los espacios. Son las 630 am y me estoy acercando al albergue. Paso las calles con las cantinas -abiertas, con música, con clientes- y sexoservidoras pincelando las calles. Paso un puesto de tacos de la calle contando sus billetes. Son todos dólares.


Son 630 am. Tengo la esperanza de ver el migrante con quien hablé ayer, con quien hizo el compromiso de “ir a verlo” hoy. Acercándome al lugar de nuestro encuentro -esta depresión en la esquina de la calle del albergue donde uno puede sentarse, mínimamente- no lo veo. Veo a dos jóvenes -adolescentes- y el otro migrante que había ido “hacer sus mandados a Playa”. Me siento en confianza; siento que ya me hago “conocido” en los alrededores, que mi “extrañeza” está disminuyendo. Me paro junto a ellos, y saco mis manzanas. “Quieres una manzana?”, pregunto a los jóvenes ahí. “Sí”, me dicen, y les regalo las manzanas. Paso otra al migrante. Espero. Los jóvenes están apretando un cigarro de mota; cantan alguna canción rapera. Se ven alegres, despreocupado. Es una chava y un chavo. Me muevo al lado del migrante, y le pregunto cómo estás. “Bien”, me responde. “Oye, te quedas aquí en el albergue, ¿verdad?”, “Sí”. “De dónde eres?”, le pregunto. “El Salvador”, me dice. “y que haces durante tus días?” pregunto. Me siento con cierta confianza; ya lo había visto al principio de la semana. “Jalonear”, me responde. “Y tú, ¿qué haces?”. Es aquí que cometo un error. Le digo que vengo “investigando la migración”. Pienso -supongo- que se recuerda de mi introducción el otro día.


“No pues, ¿dónde está tu gafete?”, me cuestiona.

“No, no tengo”.

“No, tienes que tener un gafete. ¿Cómo vas a andar así preguntando sin gafete?”

“Es que soy estudiante de una universidad. No tengo gafete. No nos dan.”

“No pues, como te van a creer, como crees que vas a preguntar así no más”.


Pensé que ya me “habías conocido”, pienso. Que ya no era un “extraño”; que la razón de mí ‘estar-aquí' ya te había comunicado. Todo esto pienso; y pienso como retroceder a la pregunta de qué hago. Debería haber dicho “soy un estudiante” en vez de “estar investigando la migración”. Investigar suena lo que un policía haría.


“No, solo tengo una credencial. Mira.” Y lo saco de mi billetera.

“No, como vas a estar sacando tu credencial de tu billetera cada vez que te pregunten. No, así no se puede. Te van a asaltar, y después que vas a hacer. Tiene que tener un gafete. Los otros de las organizaciones traen gafete.”



Se siente tenso. Está molesto. Digo que tiene razón. “Sí, sí, tienes razón. Gracias”, le respondo. “Voy a buscar un gafete”, digo. Y me levanto. No quiere platicar. Me percibe con molestia, hasta quizás como una amenaza. A estas alturas, los chavos ya han perdido su cigarro y fuman mientras rapean. Me paro y doy unos pasos al lado. Quiero crear una distancia entre nosotros. Retirarme como amenaza y simplemente “estar aquí”.


Parece otro barrio hoy. En las calles alrededores ya no están las cobijas; ya no hay gente. Todo está solo. Vacío. Solo quedan lo que identifico a dos chavos al otro lado de la calle. Siempre están ahí -vigilando- sus miradas están sobre nosotros; sobre mí. De pronto se levanta, entabla una plática con los chavos y les pregunta si les parece si van al desayunador del Padre Chava. Se ponen de acuerdo y se van. Yéndose hacia allá, el migrante salvadoreño me dice “Bye” mientras cruzan la calle. Me quedo ahí. Espero el migrante que me regalo sus historias, pero no sale. Son casi las 7. Decido esperar un poco más.


A las 7 y media, siempre el peso del tiempo, esta media hora ha sido interminable. Nadie se mueve por las calles. Hay un silencio permanente. Los minutos son pesados. Los dos chavos de la esquina no han parado de mirarme. Decido irme, a otro lado, a otro espacio, a ver que puedo encontrar. Me dirige hacia el Arco de Tijuana y me siento sobre un banco para redactar esta mañana. Has dos patrullas de policía allí, cuestionando un hombre con una bicicleta. Él habla en inglés. Dice que se quedó una noche en algún lugar. Camina con dificultad. En la patrulla, hay varios hombres. Los oficiales revisan al “gringo” y lo dejan ir. Siguen con el registro que tienen en su patrulla. Son las 8 y decido ir a ver el desayunador del Padre Chava. Pregunto a un oficial donde se encuentra. “Bajando hacia el puente. Antes de cruzar, vas a la derecha. Ahí está”, me dice. “Gracias”, respondo y empiezo mi camino. Dando la vuelta sobre la autopista, veo a una multitud de personas agrupadas frente a un edificio al lado de una gasolinera. Es el desayunador “Salesiano” Padre Chava.


Acercándome escucho a un hombre, de tez de piel obscura, predicando en inglés, del otro lado de la calle del desayunador. Yo cruzo la calle hacia la gasolinera y me voy en dirección al desayunador. Hay mucha gente parada y formada ahí. Paso algunos hombres sentando y parados sobre la banqueta y me dirijo hacia la puerta. Hay alguien hablando con lo que identifico como funcionario del desayunador. Al mirarme me da los buenos días. Me introdujo y solicito, de ser posible, hablar con algún encargado para conocer el funcionamiento, preocupaciones y dificultades que pasa el desayunador. Me pide esperar un momento mientras va a ver si alguien me puede atender. Miro a mis alrededores mientras. La pared de vidrio del lado izquierdo del comedor está llena de folletos de búsqueda de personas. Saco una foto. Con esto un hombre sentando sobre la banqueta me pregunta:


“Who are looking for?”

“A nadie”, le respondo

“Are you looking for someone?” insiste.

“No, no I’m not. I’m just trying to speak with whoever is in charge here”, le respondo en ingles.

Vuelve a mirar hacia enfrente.


Ilustración 1. "Se busca..." Desayunador "Salesiano" Padre Chava, Tijuana, 9 de septiembre 2021

Un hombre se me acerca. “Oye, escuché que estás estudiando algo” me dice. Es un hombre, viejo, con una apariencia de haber sido maltratado. Trae una deformación en su cabeza; no tiene dientes; trae una cobija y suéter sobre el hombre. Con la cobija busca taparse la boca mientras habla. Es muy simpático. Me cuenta su historia, que él es de Guadalajara, es un bisabuelo, que fue un migrante, que tiene familia en diversos puntos de Texas y California, y que vive en la calle. Me dice que tiene años viviendo en la calle, pero nuestra plática es interrumpida porque se acerca la encargada. Aprovecho para hacer una entrevista rápidamente porque pronto empieza el servicio que ellos ofrecen. Es un trabajo muy valioso que hacen el desayunador. La encargada tiene una visión bastante crítica de la situación y demuestra mucha empatía. Resalta, en varias ocasiones, la presencia mayoritaria de deportados en la zona, de que Tijuana es una “ciudad de paso” y la tajante ausencia de una política integradora para la atención a los deportados. Me comenta de los abusos policiales que hacen con los migrantes, de una ausencia de comunicación entre ellos y entidades gubernamentales. Ellos ofrecen asesoría legal, atención médica, psicológica además de alimentación. Atienden, me dice, más de 1000 personas al día. Se tiene que regresar a sus labores. Le agradezco sinceramente por su tiempo, y salgo del comedor.


Ilustración 2. El desayunador "Salesiano" Padre Chava

Saliendo se me acerca nuevamente el hombre con quien me empezó a contar sus historias. Me dice que vive en las calles; que vivía con un familiar, pero ahí le golpeaban. Mientas habla, un hombre de la banqueta voltea y le grita


“¡Cállate pinche viejo loco!”.

El tapatío voltea y le grita “Déjame en paz, estoy aquí hablando”.

“¡Chinga a tu puta madre!”, le responde el otro.

El guadalajarense se enfurece. Va hacia un árbol y agarra una piedra.

“Déjame en paz. Quieres ver como se hace en Guadalajara. Soy de Guadalajara”, grita.


El otro hombre se levanta y se aleja. El tapatío sigue gritándole; ahora deja la piedra y va al árbol donde agarra un pedazo de vidrio. El intercambio ha atrapado la atención de todos allá. Se acerca un funcionario del desayunador. “Es que se calienta muy rápido”, me dice; me ofrece como explicación. El otro hombre se ha incorporado con los demás en la fila para entrar al desayunador. Se ha acercado un guardia de seguridad de la gasolinera. El tapatío sigue diciendo que no está haciendo nada, que solo esta aquí hablando. “Son todos drogadictos”, grita. Mientras regresa a donde estoy, el guardia de seguridad le da una patada en la panza. El hombre se dobla. Grita de dolor. Se levanta y esta enfurecido. Yo miro todo sin saber cómo suavizar la situación. Me parece absolutamente un abuso - ¡un crimen! - que hace el guardia. Que violencia desnecesaria. Todos miran, nada intervienen. Todos buscan que el tapatío se tranquilice, que lo deja “en paz”, que se calma. Pero ahora está gritando al guardia, que vas poner una denuncia. Yo quiero apoyarle, por supuesto que hay que denunciar, que hay que castigar estos actos, pero no logro actuar. Me veo implicado en todo esto; me veo como la “causa” de todo esto. El tapatío regresa a contarme como lo maltratan, como es maltratado que ya no va comer aquí y me pide 20 pesos para ir a desayunar en otro lado. Yo sé que no puedo darle dinero, que no puedo, no puedo, no puedo. No lo hago, aunque quiero. El tapatío se reclamando del mundo, de su vida, de todo, gritando a todos y a nadie. Nadie hace nada. Mas bien, él es el problema aquí. Todos dicen “no te metes con el guardia, es un trabajador”, como que esto es suficiente para darle inmunidad a sus actos. La división que se hace es clara: él, como trabajador, es “alguien”; y ustedes, como migrantes, como los de la calle, son “nadie”, por lo tanto, aguántate, no tienes voz no tienes nada no tienes a nadie.


Mientras el hombre se aleja reclamando de las injusticias de la vida, de la sociedad, de lo cotidiano, las miradas se mueven entre él y yo. Decido irme. Volteo, y empiezo a caminar. Dejo, a mis espaldas, otra tragedia, de cualquier día, de todos los días, de lo cotidiano, de ser migrante, de ser suelto en las calles de Tijuana. Regreso por las mismas calles de siempre, pasando las cantinas y las sexoservidoras, los porteros de los clubes de striptease, y veo una cantidad de gente despojada, echado sobre la banqueta, caminando como borrachos, drogados. Paso una calavera de cerdo dejado sobre la banqueta; paso por una nube de moscas que envuelve un hombre dormido sobre la banqueta. Una muchacha está sentada en el camellón entre las calles; a estas horas, es decir, a las 9 de la mañana de un jueves “cualquiera”, veo la mayor cantidad de gente en la calle que había visto hasta el momento. Paso las sexoservidoras. “Chhhh, Chhh” hacen cuando paso. Voy hacia la parada de camiones para regresar. Estoy tenso, agitado; que difícil es meterse y que difícil es estar aquí; siento que provoqué todo; que todo ha sido mi culpa; que todo está perdido; las calles; las vidas; no hay como salvarse, no hay como salirse; la vida como migrante está aquí, sembrada en las entrañas de la suciedad y el lustre que recorre las calles de Tijuana.


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