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Foto del escritorRenato Galhardi

Día 27. Trabajo de campo en Tijuana: Una mañana “cualquiera” afuera de un albergue

Actualizado: 24 sept 2021

miércoles 8 de septiembre 2021

[Fragmento de diario de campo]


Voy llegando al albergue, este espacio que visité el lunes por la noche, pero ahora lo veo desde una 630 am de un miércoles “cualquiera”. Quería venir ayer, pero me vi muy apresurado y tenía que preparar el día y quería llegar con algo, una “oferta”, quizás un intercambio para poder acercarme a quienes estuviera saliendo del albergue. Traigo una bolsa de manzanas. A estas horas, hay mucha actividad de la gente de la calle. Me recuerda las imágenes que vi de “Skid Row” en Los Ángeles. Son casas improvisadas de cobijas, gentes agrupadas en pequeños grupos, algunos de pronto gritan, otros parecen correr de un punto al otro. Me acerco a la entrada del albergue, pero no hay movimiento, está silencioso, veo en la obscuridad algunas personas acostadas en las camas; durmiendo. Miro alrededor, y veo a dos hombres sentados en una depresión de la esquina del edificio. “Será que son parte del albergue?”, me pregunto. Me acerco, y les pregunto si son del albergue. Me dicen que sí. Saco unas manzanas y les entrego. “Oye, pues, mi nombre es…” y me presento; les digo quien soy, de donde vengo, que ando haciendo en Tijuana: “escuchar las historias de vida de migrantes”, les digo. Me pongo al lado de uno. Pasa un hombre, más viejo, panzón, y les saluda. Son conocidos; intercambian saludos y hacen chistes. “Qué onda, vato”, me dirige la palabra. “Y tú que?”. Repito una síntesis de mi introducción. “Vengo a ver si puedo hablar con migrantes”, les digo. Refuerzo el porqué de mí estar aquí; de estar “ahí”.


Ilustración 1. 630am en el Centro de Tijuana, 8 de septiembre 2021

Pasa un chavo, caminando en zigzagueo, acelerado, entre nosotros. Se dirige a la otra calle donde hay un movimiento constante, de personas que se juntan, se sientan en la banqueta, se esconden bajo cobijas. “Ahí van los pinches drogadictos”, dice uno. Intercambian historias sobre la calle. Sobre los drogadictos que te piden comida, pero en realidad quieren dinero. “Un pinche vato me pidió un taco, entonces le dije, adelante, vamos te compro todos los pinches tacos que quieres. ¿Cuántos quieres? ¡Pide! ¡Pide 20! Piden 30, te lo pago”, cuenta. “Entonces vas y se pide un pinche miserable taco, y casi no lo acaba”, exclama. Todos asientan con la cabeza. “Es que vienen con el chorro de querer comer, que tienen hambre, pero quieren para drogarse, nada más”. Estamos todos atento a la historia; a la moralidad de la historia. “Si quieres para drogarte, va, dime, y te doy, pero no me viene con tus pinches mamadas de estar hambriento, y tus chingaderas”. Los demás asientan, concuerdan, refuerzan este sentimiento al compartir sus historias de y sobre “la vida en la calle”. Se refuerza una idea de una moralidad, de la honestidad, de la verdad, quizás.


“Y tú, ¿qué traes ahí en la mochila?”, me dicen. Otro responde por mí, “Tiene un cargamento de armas, por esto está pesado”, dice. Me mira. Río, un poco por nervios, un poco para disuadir, mucho para dar por entendido que es un chiste. “Puras manazas la que traigo”, digo. Se ríen, pero hay una parte de sus miradas que desconfían. (en un momento anterior, en un supermercado, me solicitaron guardar mi mochila; “Ooof", exclama el chavo que agarró mi mochila, "está bien pesada”, dice el joven empleado que recibe mi mochila. “Es que trae pura mota ahí, está bien compactada”, dice un hombre que también espera guardar sus pertenencias antes de entrar. Hay una parte del chiste que resuena como alguna verdad; como no se extrañaría si fuera esto, en realidad. En esta ocasión, también llevaba manzanas).


Los tres hablan entre ellos. Intercambian historias de hospedaje. De los costos de rentar vivienda, de rentar cuartos. Uno cuenta que pagó 2 mil pesos y cacho para dos noches en algún lugar. Me quedo sorprendido; "es caro", pienso. Aunque me sorprende, los demás siguen como normal, como algo cotidiano, como un precio “accesible”. “Sin dinero no se vive”, dice uno, y agrega que pelo menos en el albergue es más barato. Me doy cuenta de que se paga por quedarse en el albergue. Este dato no me había dado los administradores, directivos y funcionarios del albergue. Me pregunto si en el “albergue principal” también se cobra a las familias. “Quizás es solo para los hombres”, pienso. “Quizás porque hay muchos más hombres solo transitando aquí que familias se les cobra”; “quizás los hombres “pueden” pagar, tienen dinero”, me cuestiono. No queda claro cómo funciona. No me queda claro como adquieren sus ingresos, pero hay una economía subterránea, subalterna que aún no vislumbro.


Seguimos aquí, los cuatro, ellos hablando, yo escuchando. Siguen hablando de la calle, de la vida en la calle. Escucho un comentario que registro para perseguir más sobre esto. Uno dice algo de los migrantes del El Chaparral, no logro escuchar bien, pero algo como “todos son unos canijos allá”. Tengo ganas de preguntarle sobre esto, de intervenir en la charla, pero me quedo ahí, como “mosca en la pared”. Registro el dato.


(...)


En este lapso, se levanta uno de los migrantes (más adelante tendré un intercambio con él que me delatará mucho de mi presencia, forma de estar y formas de interactuar, pero eso será mañana, y aún no termino de contar lo de hoy), diciendo que va a hacer unos “mandados en Playa”. El viejo cuenta como trabaja un par de días por la semana, y que tiene su casa cerca. La plática parece haber llegado a un fin natural. El otro migrante se levanta diciendo que va a tomar su café de siempre en la tienda de la esquina. Aprovecho la oportunidad para preguntarle si le parece que le invito al café y a cambio él me cuenta su historia. “Va, vamos”, y empieza a caminar. Lo sigo.


Llegamos a una tiendita de la esquina de una calle un poco más adelante. Él se sirve el café -soluble con agua caliente- mientras voy y pago por dos cafés y agarro unas galletas también. Nos sentamos en una de los tres eslabones de la entrada a la tienda, yo me siento sobre la baqueta, y saco mi libreta, mi grabadora y le pregunto su vida (...).


Me cuenta que era artista, y que también componía poesías. Es una persona articulada; Me regala algunos poemas de memoria. Su deportación ocurrió cuando había pasado más de 40 años en Estados Unidos; su inserción a México ha sido difícil; no tiene familia, no tiene a nadie. Mientras habla percibo un chinche que se desplaza sobre su chaqueta. Tiene muchos dientes faltando y otros con apariencia podrida. Trae una gorra, una chaqueta delgada gris, una playera, pantalones de mezclilla, una mochila. Me dice que tiene más dos mochilas guardadas con otra persona, pero no ofrece más detalles. Resalta muchas anécdotas acerca de Dios, del significado, de los porqués de las situaciones; Se pregunta porque Dios ha querido que pasara por estas situaciones, y me ofrece una explicación, un significado, un porqué de las cosas. Se pregunta a donde terminará su historia y agrega que “quizás terminará aquí contigo”. No sé cómo interpretar este comentario.


Después de casi dos horas, lo acompaño a la clínica de metadona, por su dosis diaria. Él vende dulces en los semáforos y con esto gana para el día. Alcanzamos un cruce y se despide de mí. Me pregunta cuando lo iré a visitar. Le digo que mañana. Se ve alegre. Me pregunta nuevamente, y le respondo que “mañana, mañana ahí estaré”. Y mañana llegaré, para cumplir con este compromiso, para también seguir con la plática, pero ya no lo encontraré. Encontraré al otro migrante que se había ido a hacer sus “mandados en Playas”, pero no será tan fructífero el encuentro. La vida de un migrante deportado es una vida ríspida, cruda, y difícil. Mañana seguiré buscando documentar, y encontraré otras realidades.

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