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Foto del escritorRenato Galhardi

Día. 15 (total 120). Parte 2. Las vidas y los migrantes. Para cruzar, hay que nadar.

Parte 2

[Fragmento de trabajo de campo]


[...]


Preguntándole sobre la discriminación, el racismo de Tijuana, nos dice que los migrantes sufren de muchos abusos de derechos humanos, básicos, que nadie debería verlos violados, pero estar en una zona fronteriza, es estar en una zona de riesgos, donde están los narcotraficantes, los traficantes humanos, los que buscan a migrantes en los centrales de autobuses para “ponerse la mochila”, es decir -te cruzan, pero con una mochila que tienes que entregar, cargada de drogas. Nos comenta que la cantidad de desaparecidos en esta región es aún desconocida porque son muchos.


[Pienso en todos los carteles que veo de búsqueda de personas…].


En esta zona, hay muchos polleros, muchos que te buscan enganchar; es una zona de riesgo donde migrantes llegan, buscan seguir su camino. Los migrantes no piensan en quedarse en Tijuana


[pero la realidad es que mucho terminan ocupando la ciudad, viviendo la ciudad, viviendo el impasse del peso del tiempo que impone el juego de las políticas migratorias].


Muchos migrantes terminan haciendo sus vidas en Tijuana en un entorno de muchos desencuentros, con una población resistente a su presencia y racialmente motivada a rechazarlo, es decir, es tono generalizado de la sociedad tijuanenses es racista y antinmigrante (bueno, de un cierto tipo de migrante -a los gringos no les causa problemas, verdad?)


Aprovecho estos momentos para seguir indagando, le pregunto sobre si él o la organización ha sido hostigado, víctima de alguna violencia, una violencia dirigida al hecho que son parte de un trabajo a favor del migrante, con migrantes, desde migrantes. Me dice que no, no propiamente, pero ahí se asoma a la pared, y nos cuenta, aunque ellos no eran el objetivo, hubo una balacera entre policías y narcotraficantes en frente del edificio y las balas atravesaron algunas paredes, alojándose en esta sala que no encontramos.


[Nos acercamos a la pared para ver los agujeros de bala.]

El encargado se muestra orgulloso del trabajo que hacen, considera que es un trabajo de migrantes para migrantes. Habiendo podido introducir algunas preguntas ajenas a la presentación de la organización, intercambiamos información para que allá un resguardo (y conocimiento) de quienes buscó tanta información


[Es esta desconfianza generalizada que tiene las organizaciones y albergues de migrantes- aún no he podido identificar historias que me brinda una justificación satisfactoria por buscar el control informático. ¿Será que en algún momento, periodista utilizaron entrevistas en contra de ellos? ¿Narcotraficantes? ¿Será que fueron perjudicados en algún financiamiento debido a “falsa” información? No me queda claro por qué más allá de un acto burocrático de saber con quién se platicó y con qué finalidad. No obstante, nada se compara con la precaución que maneja un albuergue especifico para migrantes. Ellos buscan un control absoluto sobre la informacion. Es muy curioso.]


[...]


Afuera me pongo en una valla con mis espaldas hacia la plaza que cubre el espacio entre el puente del el Chaparral y la avenida que separa las Tijuanas


-ya que, pasando la avenida, uno cruza bajo el marco que da la bienvenida a Tijuana -aun cuando estamos en Tijuana, aquí se demarca -aunque sea un emblema turístico- una puerta hacia “una Tijuana”; es irónico, y dice mucho. Tijuana es muchas Tijuanas.


Ahí estoy viendo las cinco mujeres sentadas -que presumo son haitianas- en la entrada al espacio. Están hablando, haciendo trenzas, pasando el tiempo. Es una actividad que me recuerda mucho un imaginario de los pueblos caribeños, y el norte de Brasil. Mirando hacia mi izquierda puede ver mi compañera a través de una ventana, hablando -más bien escuchando- a su informante. Miro hacían adelante, hacia el cielo. “Qué hago?”, pienso.


Saco un cigarro. En estos momentos de absoluta espera, donde no hay más que esperar, en tu soledad, contigo mismo, el peso de este tiempo, del silencio se hace pesado; me entra una ansiedad pequeña de que tengo que buscar algo que hacer, quizás un indicio de expresiones neuróticas latentes que traigo, de no saber “atrapar el tiempo” sino solo “usar el tiempo”. Quizás me siento en esta angustia porque traigo la lógica del neoliberalismo enraizado en mi subconsciente, en las formas de ser; quizás porque soy “moderno”, y me mueve en esta lógica. Quizás porque toda la vida he sido guiado a evitar el tiempo muerto.



[...]


Cuando voy terminando el cigarro, veo un paletero bajando el puente. Trae su carrito de paletas y sobre el carrito, un gorila de peluche enorme de pelo menos 1 metro. Es una escena curiosa. Pienso en sacar la camera para sacar una foto, pero me detengo -no quiero “invadir” el escenario de tal manera- porque reconozco el paletero. Es un paletero que pude hablar el 10 de noviembre, cuando vendía frente al Chaparral, cuando aún había -estaba; ¡existía!- el campamento migrante. Han pasado casi 4 meses completos desde la última vez que nos vimos. Aprovecho para comprarle una paleta.


“Oye carnal, ¿me vez una paleta de limón porfis?”

“Claro que sí”.


Mueve el peluche de gorila que tiene sobre el carrito, y empieza a buscar la paleta de limón. Mientras esto, yo voy sacando algunas monedas de mi bolsillo. Lo encuentra y me lo entrega.


“Aquí tiene”.

“Gracias. Oye, te conozco” le digo.


Me mira, buscando registrar de donde lo conozco. Veo sus ojos buscando mientras me mira.


“Te hablé hace un par de semanas cuando vendías frente al Chaparral. Te acuerdas de mí?”

Algo en su expresión parece indicar que sí. Me dice que


“Sí, claro”.

"Como has estado? Como van las cosas ahora que desmantelaron el Chaparral?”


Y así, entro.


Me cuenta que todo bien, que debido a la baja del flujo de personas en la zona, entró a trabajar en un fabrica, como guardia de seguridad, pero solo se quedó por dos meses, y regresó a las paletas. Le pregunto por qué dejo el trabajo; le digo que me imagino era algo más rentable que las paletas, más estable. Me dice que pagaban muy poco, solo 3 mil pesos a la semana. Le pregunto cuando gana con las paletas y me muestra un dedo.


“Mil… ¡¿por día?!”


Asienta con la cabeza. Le felicito por el trabajo ya que con esto logra más de 20 mil pesos al mes, y si le vas mal, pues uno 15… nada mal vendiendo paletas al aire libre, por unas cuantas horas en Tijuana.


[Me recuerdo de un informante que acompañe durante gran parte de un día, donde se puso a vender dulces en los semáforos. Él buscaba ganarse pelo menos 400 pesos con la venta de dulces, y me recuerdo que me sorprendió lo rápido que fue que dejaron el trabajo, que después de una hora y pico ya habían vendido lo suficiente para sustentarse en el día.]


Yo me quedo resaltando lo rentable que es sus paletas, y en esto me dice que si yo ando buscando trabajo, me puede presentar con el encargado para que también empiezo a vender paletas. Me rio y le digo que es una oferta muy tentativa, que lo voy a pensar. Sonríe.


Seguimos ahí, en el cotorreo. Se siente a gusto, se siente hasta una amistad. Es liviano la relación, quizás hay algo en nosotros que nos recuerda algo de nosotros; quizás el paletero se siente bien en ver que alguien reconoce su trabajo, lo valoriza, lo valora, lo admira, hasta. Quizás hay algo de triunfador en él de poder demostrar sus éxitos -su vida exitosa- frente a alguien que pertenece al grupo de los “gabachos”, de los privilegiados. Quizás. Siempre son muchos quizás.


“Entonces, todo bien?”, le digo, en forma de seguir platicando.

“Sí, todo bien. Regresé la semana pasada de allá”, me dice, y señala con la cabeza en dirección a la frontera.


“Ah, estuviste en Los Ángeles, entonces? Cuánto tiempo?”


Me dice que se quedó solo 5 días.

“Solo cinco días? No querías quedarte más?”


Me dice que llevó a dos personas para allá, y aprovecho para descansar un rato antes de regresar. Me cuenta que en total, desde cruzar la frontera hasta llegar a Los Ángeles, fueron cerca de 5 horas. Le digo que es muy poco, como lo hace. Él me dice que sabe, que tiene los caminos, y es fácil.


“Es fácil. Es fácil cruzar.”


Lo repite como forma de resaltar que efectivamente no es difícil entrar a Estados Unidos. Que la frontera no es sólida, ni porosa, sino liquida: fácil de ingresar si uno sabe cómo moverse; ¡sí uno sabe cómo nadar! Además de caminar, hay que saber nadar.

Me dice que regresa la semana próxima, para llevar a otros dos, Que fácil em dice todo; de él flui el inframundo como si nada.


[Persigo estas pistas.]


Le pregunto sobre la vigilancia de la frontera, las patrullas, la migra, los drones, el infrarrojo, las nuevas tecnologías. Me dice que no pasa nada, si uno sabe que ver y como verlo, es fácil.

Nuevamente lo “fácil” que es cruzar, que es nadar.


“Y como lo haces con los narcos? No te molestan a verte cruzar’”

Frota sus dedos para significar dinero.


“Ah, les das una feria para pasar, entonces?”

Asienta con la cabeza.

“Con dinero se puede todo”.


Este dato es importante. Me aclara que los carteles están presentes en los caminos a través de y entre la frontera. Me afirma el control desgarrado que tiene el flujo de drogas sobre la frontera.


Han pasado unos veinte minutos, y estoy terminando mi paleta de limón. El paletero (-pollero) ha vendido algunas paletas a niños que están quedando en este refugio.


Empieza a mover su carrito y me dice que cuando quiero trabajo, que lo busco, que también va estar vendiendo micheladas en la Playa el fin de semana por si se me antoja. Le digo que quizás ahí le veo, para comprarle una michelada. Nos despedimos y él se va.


Una vida liviana. Esta persona, tan ordinaria en su apariencia -nada que pudiera resaltarse realmente- es todo un personaje. Debajo de esta apariencia, trae estas historias que atraviesa tantas vidas por aquí. Es relevante que resalta el trabajo como motivador que lo impulsa. “Hay que trabajar”. Todo es trabajo, y el trabajo define, te mantiene. No hay descanso, pero hay trabajo.


Quizás el descanso, como he visto, es estar perdido, estar “contigo”, y el trabajo te permite “hacer” y no “estar”. Es entre este “hacer” y “estar” que esta la migrancia -la experiencia encarnada, corporizada de la migración. Es la mediación de estos tiempos “muertos y vivos” que te permite ubicar en el mundo, darte sentido, no estar en las calles, o más bien, no “hundirse” en las calles. Aquí las calles parecen pegajosas. Si te queda mucho tiempo, te queda. Hay que trabajar, y si uno quiere cruzar, hay que nadar.


Salgo.



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