Es un martes "cualquiera" de un febrero de la Ciudad de México. Salgo un poco antes de las 14h00 con dirección al aeropuerto para volar hacia Tijuana. Son casi las 1400 de la tarde, y mi vuelo tiene programado salir un poco antes de las 17h00, pero como necesito documentar maleta y pasar los filtros sanitarios y de inspección de maletas, etc., prefiero irme un poco más temprano para poder, también, enfrentar cualquier contratiempo con el tráfico de la Ciudad de México – este imprevisto constante y permanente que hace que el “ahorita” siempre se extiende en las excusas de las estructuras de convivir con la ciudad.
Cruzando la ciudad, busco hacer el ejercicio de verla en búsqueda de sus contradicciones, de sus dominaciones, de sus segregaciones y sus violencias simbólicas y no tan simbólicas. Me pregunto “si hubiera llegado a la Ciudad de México por primera vez en búsqueda de documentar “como se vive” en ciertas zonas, que diría?”… y así, empiezo a destacar, con mayor nitidez, las contradicciones de la ciudad: las personas en condición de calle, los vendedores ambulantes, los grafitis en paredes precarias, la diferencia producida por una gentrificación… percibo que, aun cuando reconozco estos elementos, vivir aquí implica, de cierto modo, “naturalizar” estos escenarios, como “parte” del entorno, aun cuando se gustaría que no fuera, aun cuando uno hace lo que se puede para disminuir estas brechas de violencias, aun cuando uno percibe estas diferencias, convivir con la ciudad es -de una forma- buscarse dentro de la ciudad, por lo tanto, puedo separar la “crítica” de la “vida” así permitiendo disfrutar de una noche de “Netflix”, de una cerveza en la Roma, de un paseo por el centro de la Ciudad, sin que la presión de las violencias y desigualdades sociales permean esta “paz”… “Encontrar estos precarios equilibrios es, pienso, toda una arte de ser.”
Llego al aeropuerto en menos de una hora, el tráfico fluido. Me dirijo a la puerta que corresponde a la aerolínea con mis maletas, mochila, y portafolio -he decidido traerme más cosas esta vez aun cuando el tiempo es menor- la documentación es rápida y no encuentro contratiempo al pasar los filtros para llegar a la puerta de despegar. Tengo todavía una hora antes que empieza el abordaje. A las 16h00 empezamos a ingresar al avión, y ya estando sentado a las 1630, me alegro de que pronto estaremos saliendo. No sucedió así. Debido a un contratiempo con tener que cerrar una pista del aeropuerto (se rumora que un avión perdió su rueda al aterrizar), tenemos que esperar para poder descolar. En esto, nos quedamos sentados dos horas en el avión; apenas a las 1840 sale. Con tres horas de vuelo, llegamos ya de noche en Tijuana, todos cansados y ansiosos para ir a sus respectivos destinos. Llegando al área de las bandas de maletas, hay un filtro migratorio, bastante informal, donde dos oficiales de migración (o serán policías, o funcionarios del aeropuerto?, no me queda claro quiénes son) revisan la documentación de los que pasan, con preguntarles sin son mexicano. Me pregunta si soy mexicano:
“Soy residente permanente”
“Pasa con mi compañero, por favor”, me responde.
Se acerca un hombre en uniforme, supongo que es de migración (la próxima vez me fijaré), y me pregunta.
“¿De dónde eres?”
“Brasil. Pero soy residente permanente en México”, y le muestro mis documentos.
“
¿Dónde vas?”
“Aquí, a Tijuana”
“
¿Qué vienes hacer? ¿Vienes de vacaciones o trabajo?”
Me siento agredido; interrogado. Me veo en la necesidad de “justificarme”; de justificar mi “aquí-ahora”… estoy molesto, pero también sé donde estoy en esta relación de poder… aquí no “soy nadie”, y tampoco soy “algo”, soy “nada”. Entonces, decido, agobiarles con una explicación.
“No, pues vengo a realizar mi trabajo de campo…” agregando que soy estudiante de la universidad en la Ciudad de México y que estoy haciendo una investigación, etc etc. Sigo contándole de mi investigación aun cuando percibo que ya no me está prestando atención… Siento que recupero algo de poder en esta relación, aunque mínimamente.
“Y ¿dónde vives?”
“En la ciudad de México”.
“Ah, pues hablas muy bien el español”, me responde al entregarme mis documentos
“Pues sí, tengo ya casi 14 años viviendo aquí”, le digo mientras voy guardando mis documentos.
El ser migrante es siempre estar en una constante batalla de reivindicación de su posición, de su estar-en-el-mundo, pero aquí no solamente se busca satisfacer las justificaciones de los no-nacionales, todos aquellos que “se parecen” a migrantes -sea mexicanos o no- (como también aquellos que tienen la “pinta” -un “aire”- de que van a cruzar la frontera) son detenidos, quizás no en este retén (tan informal, pero con tanta autoridad) como por un módulo de la guardia nacional que detiene para una revisión (e interrogación) a aquellos que se dirigen a las afueras del aeropuerto.
Estoy cansado y hambriento.
Nos acercamos a la banda correspondiente donde saldrá las maletas… empieza a salir maletas y busco la mía sin verla. Unos 10 minutos pasan hasta que un funcionario de la aerolínea empieza a llamar a algunos pasajeros; ellos se acercan y también otros curiosos… al percatarte que no se ha podido controlar el flujo de información, el funcionario termina con direccionar la atención a todos del vuelo procedente de la Ciudad de México. Nos comenta que las maletas llegaron en el próximo vuelo, que habría que esperar 2 horas hasta entonces o, en su defecto, llenar un formulario para la entrega del mismo. “Yo no muevo de aquí sin mis maletas”, pienso.
Me siento en el piso del aeropuerto a esperar… esperar… esta espera eterna que me recuerda tanto Tijuana; de los migrantes esperando; de los en la calle esperando; de todos nosotros, esperando, algo: cruzar la calle, ingresar a un establecimiento, tomar el transporte público, cruzar la frontera, sacar los papeles; esperar es trabajo; un trabajo poco valorado que usa la vida como moneda de cambio;
Pasan las horas, casi tres adicionales, y nuevamente nos acercamos a ver si ahora sí, salen las maletas correspondientes. Las primeras maletas que salen que son identificados por algunos de los pasajeros del mismo vuelo, reciben un aplauso de alivio y agotamiento por parte de todos, de que por fin llegará nuestro turno de irnos de aquí. No tarda mucho para que salga mi maleta y me dirijo hacia las afueras del aeropuerto. Está lloviendo, hace frío. Ya son un poco más de las 23h00… Busco un taxi y me dirijo hacia mi hospedaje. Una media hora y llego a la “casa del abuelo”. Me recibe el nieto del abuelo que vive al lado, persona muy amable con quien trato los asuntos de la renta, etc. Le agradezco su presencia y le pido una disculpa por el retraso. “No pasa nada, suele pasar”, me dice. Me entrega la llave y me comenta que estaré en la misma habitación de la última instancia. Le agradezco y subo las escaleras. Encuentro la habitación exactamente de la misma forma que la dejé cuando me fui el año pasado. Al parecer, nadie ha entrado aquí.
Hay una sensación de alivio que llegué y a la vez de tristeza de encontrarme en este espacio obscuro, algo desconocido; un lugar -nuevamente- de tránsito. Siempre siento un cierto malestar aquí; una cierta incomodidad. Aquí es donde no soy, pero aquí estoy.
Buscaré estar aquí, pero por ahora a dormir.
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